17 oct 2009

La estación de llegada

Este capítulo, que cierra el libro y comienza de un modo, ciertamente angustioso, era en un principio, uno de los que me llevarían menos tiempo. Cuando comencé a imaginar el armazón de la novela tenía claro que el final debería ser el poema que escribí sobre Extremadura, incluso pensaba que no sería ni siquiera un capítulo, sino simplemente una especie de breve epílogo. Conforme fui avanzando la novela, el final, poco a poco, fue distanciándose de la idea original, hasta tener contenido e identidad propia. Ya no me valía el poema, o mejor dicho, no sólo me valía el poema. Mi protagonista llegaba a este capítulo a lomos de la enfermedad, rondándole la muerte, dolorido y humillado, pero no obstante no se queja, incluso diría que Lucas, una vez que es ingresado en el hospital, no siente el dolor ni se ha dejado vencer por la tristeza, está serenamente feliz de ver lo que ha visto y vivir lo que ha vivido.

Como ya he dicho en otras ocasiones, al escritor le ronda continuamente la novela por la mente: al caminar, antes de dormir, mientras ve la televisión, al despertar… es como una especie de apasionante obsesión que te acompaña. Evidentemente debes ir por delante de lo que vas escribiendo, debes estar atento a los pasos que vas dando pero también imaginar por dónde deberá seguir la historia. Cuando comencé a escribir “En brazos de la miseria” ya sabía que Lucas enfermaría de paludismo y, mientras estaba enfrascado en la trama de Armindo, se me ocurrió el “desenlace argentino” que descubre el inspector de policía. Les pareceré ridículo, pero salté de alegría varias veces en mi habitación cuando encontré esa idea, esa pieza de puzzle que encajaba a la perfección en el desenlace y me permitía conectar dos vías que parecían condenadas a viajar en paralelo: el momento actual y los viajes en el tiempo. Algo, una huella, una fotografía, un recuerdo que unía el pasado y el presente, la mentira y la verdad, la realidad y la ensoñación.

Sé que muchos de los lectores de la novela han realizado la misma búsqueda en Google que el inspector de policía, sin haber encontrado la clave que resuelve el caso. Permítanme, una vez más, el guiño y el privilegio como escritor de tener acceso a esa información en exclusiva.

La fiebre es un estado a medio camino entre la consciencia y la inconsciencia, entre la locura y la cordura. Ése es el túnel por el que Lucas atraviesa al final del libro, como una galería de la que cuelgan algunos de los personajes que conoció en sus aventuras, al término de ese emocionante recorrido le espera la figura de una niña de ojos verdes, piel morena y arrugada frente, que habla de manera poética, porque no podría hablar de otra manera, porque un personaje como ése sólo se concibe desde la belleza.

En ese momento Lucas ya ha aprendido que mirar es algo más que fijar la vista en algo, ha entendido mejor quién es él, de dónde viene. Soy de la opinión de que los extremeños debemos aprender a querernos más, no es suficiente con mantener nuestras costumbres y nuestro patrimonio, debemos además aprender a valorarlo, saber que Extremadura, como otras regiones, ha tenido momentos en su historia de grandeza y esplendor, pero también de dolor y de pobreza, no debemos ocultar ni una cosa ni la otra, porque somos el resultado de esa mezcla. Ni más ni menos que nadie, que en esa carrera no vale competición alguna.

Si en algún momento he conseguido con mi libro despertar la curiosidad o incluso el asombro por nuestra historia, o he estimulado el deseo de profundizar más en algunos de los acontecimientos aquí narrados, daré por bien empleado el esfuerzo y la ilusión con la que lo fui escribiendo.

Gracias por acompañarme en este viaje.




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