21 ago 2009

Los ingredientes

Una mañana, en la que el germen de la novela ya rondaba por mi cuarto, se me apareció el nombre de Lucas Ventura y se instaló en mi mente como si hubiera estado ahí desde siempre. No conozco a nadie que se llame así, ni hay rastro alguno de apellidos Ventura dentro de mi familia. Pero desde el principio ese personaje tomó nombre, rostro y personalidad propia, convirtiéndose durante meses en el juguete preferido de mi imaginación.

Viajar al pasado, para tratar de comprender lo que pasó, es un recurso literario viejo pero efectivo. Quien no se ha dejado alguna vez llevar por esa idea. Para mí, desde luego, no era algo nuevo. Recuerdo, allá por el comienzo de los años noventa, un éxito editorial llamado “El mundo de Sofía” del escritor noruego Jostein Gaarder, en donde una chica de 14 años recibía unas cartas en su domicilio a través de las que se introducía en la vida y obra de los grandes filósofos de la historia. Si bien es cierto que en esta obra la protagonista no viajaba en el tiempo, el hecho que desencadenaba los acontecimientos era el mismo: una inofensiva carta en el buzón.

La figura del castaño que llevaba una hoguera dentro tampoco me era ajena. En la comarca de los Ibores, cerca de Guadalupe, existe un castaño milenario al que denominan “El Abuelo”, que con más de doce metros de perímetro y casi hueco por dentro, es uno de los árboles más antiguos y conocidos de la región. Este árbol ha sido refugio legendario durante siglos, de pastores y caminantes, y su tamaño, similar al de una pequeña cueva, permitió antaño la realización de pequeñas hogueras dentro para protegerse del frío.

Comencé ideando una excusa para ubicar a mi personaje en aquellos lugares que imaginé. A partir de ahí, la estructura de la novela comenzó a hilarse de una manera bastante clara. Todavía me asombra pensar que apenas me distancié del itinerario marcado desde el inicio. Es verdad que la trama, poco a poco, comenzó a tejer un entramado que a mi, como escritor, me terminó fascinando, pero el origen del viaje, las principales estaciones del recorrido y el destino final (que era aquella especie de poema que escribí de Extremadura), danzaban ya en mi fantasía apenas finalizado el primer capítulo.

Durante los últimos meses he tenido que releer en varias ocasiones Los viajes de Lucas Ventura, y cada vez me resultaba más evidente como, a medida que Lucas crecía, también lo iba haciendo el tono de la novela. Algunas de las personas que lo leían me comentaban exactamente lo mismo. Ya se que lo ideal en cualquier escritor, para cualquier libro, sería que se mantuviera siempre un mismo tono elevado, pero también se de la decepción que provocan aquellas novelas que prometen mucho en el arranque y se diluyen a lo largo de la trama. Por eso no me disgustan los comentarios de que la novela va a más, porque resulta evidente que, con el paso de las páginas, mi pluma se fue amoldando a la figura de Lucas, haciendo que cada vez el estilo resultase más fluido y mi confianza en la historia mucho mayor.

No hay comentarios: